El glaucoma, también conocido como la ceguera silenciosa, es una enfermedad potencialmente grave que lesiona de manera lenta, progresiva e irreversible el nervio óptico. Como consecuencia del daño causado a las fibras nerviosas de la retina, responsables de transmitir la información desde el ojo hasta el cerebro, se produce una pérdida de visión más leve o más severa dependiendo del grado de degeneración de dicho nervio. Al principio queda afectada la visión periférica y, con el tiempo, también la visión central.
El principal factor de riesgo de desarrollo de glaucoma es la presión intraocular elevada, que sucede cuando supera los 22 milímetros de mercurio (mm Hg). Para que la presión intraocular (PIO) se mantenga constante es necesario que haya un equilibrio entre la cantidad de humor acuoso (líquido incoloro con propiedades nutritivas y responsable del tono ocular) que se produce y que se elimina, contribuyendo de este modo al correcto funcionamiento del ojo. La presión intraocular puede elevarse cuando la eliminación del humor acuoso es poco eficaz o cuando aumenta su producción.
Las personas con antecedentes familiares de glaucoma y los miopes son otros grupos de riesgo que deben mantener una especial vigilancia, sometiéndose a evaluaciones oftalmológicas periódicas, con la finalidad de descartar la enfermedad o de diagnosticarla cuanto antes.
En la mayoría de los casos, el glaucoma se caracteriza por la ausencia de síntomas. De ahí que también se conozca esta enfermedad como la ceguera silenciosa.
En los glaucomas crónicos, que son los más frecuentes, la pérdida de visión se produce de forma muy lenta y progresiva. Además, las señales que el paciente puede percibir son poco específicas, casi imperceptibles, ya que no provoca molestias hasta que la enfermedad se encuentra en un estadio muy avanzado.
Los síntomas generales son dolor de cabeza por encima de las cejas, pérdida de la visión periférica, generando lo que se denomina visión de túnel, o borrosidad nocturna.
En muchas ocasiones, la persona que padece glaucoma no se percata de la presencia de esta enfermedad hasta que los daños provocados en el nervio óptico son irreversibles. La ausencia de síntomas apreciables y el hecho de que la pérdida de visión sea irreparable hacen que el oftalmólogo aconseje realizar revisiones oftalmológicas completas de manera periódica a partir de los 45 años para mantener controlados la presión intraocular y el estado del nervio óptico. Si el paciente sigue estas pautas preventivas para detectar y tratar a tiempo la enfermedad, se puede llegar a detener la pérdida visual que ocasiona.
En el caso particular del glaucoma de ángulo cerrado, esta forma aguda de glaucoma se acompaña de síntomas más severos como gran dolor ocular, halos alrededor de las luces brillantes, náuseas y vómitos o pérdida repentina de la visión, por lo que se suele acudir a urgencias oftalmológicas.
Los pacientes con perfiles de riesgo como personas con antecedentes familiares de glaucoma, diabetes, hipertensión arterial o enfermedades cardiovasculares, miopía elevada, hipermetropía, y en general, los mayores de 40 años deben permanecer especialmente vigilantes, sometiéndose a exploraciones rutinarias para descartarlo o facilitar su diagnóstico precoz. De hecho, el envejecimiento es uno de los factores más importantes que predisponen a padecer esta enfermedad, ya que con la edad deja de funcionar correctamente el sistema de drenaje del humor acuoso, lo que conlleva un aumento de la presión intraocular.